miércoles, 28 de marzo de 2012

Una decisión

Trabajo como jefe de recursos humanos de una empresa relativamente grande, o pequeña, según se mire. Ser jefe de recursos humanos es una perífrasis para no decir que soy el jefe de personal. El que ve los expedientes de los trabajadores, el que decide despidos y sanciones, el que valida vacaciones, permisos y licencias.

Hoy me llevaron un expediente especial. Alguna referencia tenia desde semanas atrás, pero no había meditado sobre él. Los jefes, las cenas, las copas no son buenos compañeros para la reflexión.

El expediente versaba sobre un mensajero de la empresa. Un mensajero bastante particular, según pude deducir sin gran esfuerzo por mi parte; como deduciría cualquier mortal, por otro lado. Los mensajeros de la empresa se dedican a llevar a los diferentes departamentos las cartas, paquetes u objetos que se remiten. El grupo lo componen quince personas de manera fija y se valen de unas valijas para proceder al reparto.

El contenido del expediente era extraño. Tras una denuncia – y yo lo había confirmado, no recuerdo haber firmado ese papel, sinceramente, tomamos muchas medidas así para vigilar a los trabajadores – activamos unas cámaras en el reparto de la correspondencia. Las imágenes eran contundentes. Este mensajero llenaba de piedras las valijas de sus compañeros. Piedras de obras, de la calle. Piedras sin leyenda alguna. Simplemente piedras, para que pesara más el porte.

Esta denuncia, a su vez, motivó otra, y de nuevo más cámaras. Esta sí recuerdo haberla supervisado, pero siendo honesto conmigo mismo, diré que pensaba que se trataba de un trabajador más que se va sin pagar reiteradamente del bar de la empresa.

Pero no. El mismo mensajero se dedicaba a llenar de alcohol, que mecánicamente pagaba en la barra, los cafés de sus compañeros y compañeras. Sólo los de aquellos que tomaban café. No los que bebían agua, refrescos, cerveza. Sólo café. Las fotografías eran tan nítidas que no hacía falta reproducir el dvd que acompañaba a los papeles. Un chorreón, habitualmente de ginebra, en la taza, y a esconder la botella tras el guardapolvos.

Miré con detenimiento sus alegaciones. Gallardamente, se limitaban a una frase: Yo no he sido. Pese a la evidencia de las imágenes, enarbolaba la pura negación. Indagué, quise conocer el por qué. Nada. El blindaje era completo. No existía como justificación nada más allá de esa frase.

Con premura – un aperitivo con unos posible clientes me esperaba - decidí su despido. No obstante, cuando lo firmé, y aún más con el primer vermú, pensé que había perdido una oportunidad de investigar en el corazón de las tinieblas.

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