martes, 13 de marzo de 2012

El metro

Está claro que viajar en metro no es lo mismo que viajar en tren. Este es mucho más reposado, con más tiempo, lo que te permite ir visualizando y de algún modo componiendo a los viajeros que te acompañan. En el metro, por el contrario, las distancias cortas entre estación y estación, el asardinamiento de los viajeros, que viajan de pie, apretados, con sus maletas y sus bolsos y bolsas (¡qué buen ejemplo de lenguaje no sexista!), apenas te permiten realizar pequeños esbozos de lo que son y lo que tú crees que son.

En esas condiciones, en el metro, la gente suele realizar con generalidad dos tipos de acciones con artefactos en sus manos. Por una parte, con un sentido temporal del espacio que me llama la atención, leen, ya sean libros de papel o ebooks. Eso sí, sin quejarse leen con el culo de otro viajero sobre su cara y libro, escuchando las amorosas canciones que canta algún solista latino o los lamentos quejosos de algún pedigüeño, normalmente lacerado por una poderosa enfermedad. Me asombra esa capacidad de concentración en esas circunstancias.

Por otra parte, se impone el viajar aislado auditivamente del cubículo en que te encuentras utilizando un pequeño reproductor musical cuyos auriculares sellan convenientemente los pabellones auditivos. Es cierto que en ocasiones ese grado de aislamiento lleva a tal extremo – no juraría que fuera la música que se va escuchando – que se llega al punto de ver a gente danzando como si se encontrara en una discoteca móvil y ante su público.

En los últimos tiempos viene imponiéndose una moda combinativa de las acciones que he descrito. Es viajar en el metro con una tableta o ebook reproductor viendo series. Sí, como lo leen. Entre estación y estación, entre boca y boca de metro, me trago un poquito de CSI, o de Águila Roja, y similares. Podríamos convenir en que el formato serie se presta a eso.

Hoy, mientras viajaba en el vientre de la serpiente subterránea, se incrementó mi capacidad de admiración acerca del ser humano. A mi lado viajaba un hombre de unos cuarenta años, bien pertrechado con su tableta y sus auriculares adecuadamente injertados en las orejas. Iba a decir: se montó en la misma estación que yo. Mentiría; tengo que decir: Iba ya abducido cuando entró en el vagón. La tableta era un simple apéndice de ese hombre. No se sabía quién daba vida a quién, como una especie de ectoplasma tecnológico.

Durante todo el recorrido no parpadeó, al menos ostensiblemente, no frunció el ceño, no arqueaba sus cejas. Captó no tanto mi atención como mi interés en conocer qué veía. Estoy seguro que pronto acabaremos viendo porno en el metro, lo que no me parece ni bien ni mal, sino una constatación de nuestros cambios modales.

Llegó el tren a la estación y ya no sabía si quien salía era la tableta con el hombre o el hombre con la tableta; parecía una inversión de papeles manifiesta. La verdad es que, como yo también iba a salir, pensé que la ocasión era propicia para poder ver qué observaba con disciplina científica. Astutamente me situé a su espalda y miré.

Cuando ví a Iker Jiménez en la pantalla y determiné que estaba viendo un programa de Cuarto Milenio, junto con mi decepción, me surgieron pensamientos oscuros. Sin más, me bajé del vagón y salí a la calle.

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