Hacía mucho calor
y había muchas moscas. Eso lo incomodaba. Su cabeza ya tenía
mucha presión como para que el sol y los insectos también
quisieran reirse de él. Ni una sombra en ese patio, ni una
mísera corriente de aire que pudiera aliviarlo. Y es que era lo único
que se le ocurría hacer; en realidad, es lo único que
realmente sabía hacer. Coger el cuchillo de monte y afilar,
afilar hasta el extremo cualquier rama que se pusiese a su alcance,
El calor y las moscas se
habían incrementado en los últimos días. El
afilar varas, también. Mientras esperaba entre temporadas de
recogida, su mujer, después de quince años, aprendido
de la tele, seguro, le había dicho que se separaba y se había
ido a casa de su madre con el niño. Decía que la
maltrataba. Hija de puta, seguro que está con otro.
Pensaba esto y sentía
cómo el calor le apretaba el cuello, cómo las moscas le
agredían, como si se tratara de un estudiado proceso
aleatorio, con más fiereza. El cuchillo desgajaba cada vez con
más fuerza una madera semiverde cuyos restos caían en el patio
empedrado. Vio salir al niño al patio; la desgraciada esa,
según su abogado, se había avenido a dejárselo
este fin de semana. Su niño. El que tenía que ser como
él, pero mejor que él.
Lo miró. No es
insólito ver en la serranía gaditana a un niño
rubio de ojos azules. Eso le gustaba de él. Con sus rizos
rubios, sus mocos, se veía él con la edad de cinco
años. El calor y las moscas lo ofuscaban. La rama iba siendo
rítmicamente pulida. Lo llamó. Con ternura lo sentó
en sus piernas. Acarició el trozo de barriga que se asomaba a
través de su camisa abierta.
Con ese calor y esas
moscas no podía vivir. Sin su niño, tampoco.
Sólo vió un
brillo cegador ante sus ojos cuando le clavó el cuchillo y
recorrió transversalmente, hundiéndolo, abriéndolo,
su pequeño vientre. Sí recordaría siempre, hasta
su muerte, las palabras que dijo: Si no eres para mí, no serás
para tu madre.
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