sábado, 14 de abril de 2012

Tarde de agosto


Hacía mucho calor y había muchas moscas. Eso lo incomodaba. Su cabeza ya tenía mucha presión como para que el sol y los insectos también quisieran reirse de él. Ni una sombra en ese patio, ni una mísera corriente de aire que pudiera aliviarlo. Y es que era lo único que se le ocurría hacer; en realidad, es lo único que realmente sabía hacer. Coger el cuchillo de monte y afilar, afilar hasta el extremo cualquier rama que se pusiese a su alcance,

El calor y las moscas se habían incrementado en los últimos días. El afilar varas, también. Mientras esperaba entre temporadas de recogida, su mujer, después de quince años, aprendido de la tele, seguro, le había dicho que se separaba y se había ido a casa de su madre con el niño. Decía que la maltrataba. Hija de puta, seguro que está con otro.

Pensaba esto y sentía cómo el calor le apretaba el cuello, cómo las moscas le agredían, como si se tratara de un estudiado proceso aleatorio, con más fiereza. El cuchillo desgajaba cada vez con más fuerza una madera semiverde cuyos restos caían en el patio empedrado. Vio salir al niño al patio; la desgraciada esa, según su abogado, se había avenido a dejárselo este fin de semana. Su niño. El que tenía que ser como él, pero mejor que él.

Lo miró. No es insólito ver en la serranía gaditana a un niño rubio de ojos azules. Eso le gustaba de él. Con sus rizos rubios, sus mocos, se veía él con la edad de cinco años. El calor y las moscas lo ofuscaban. La rama iba siendo rítmicamente pulida. Lo llamó. Con ternura lo sentó en sus piernas. Acarició el trozo de barriga que se asomaba a través de su camisa abierta.

Con ese calor y esas moscas no podía vivir. Sin su niño, tampoco.

Sólo vió un brillo cegador ante sus ojos cuando le clavó el cuchillo y recorrió transversalmente, hundiéndolo, abriéndolo, su pequeño vientre. Sí recordaría siempre, hasta su muerte, las palabras que dijo: Si no eres para mí, no serás para tu madre.

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