Se había
fastidiado la espalda la semana anterior. Moviendo un mueble mientras
instalaba un ordenador. Al atraer con fuerza la mesa hacía sí
mismo, notó el pinchazo. Un pinchazo que no sabía si
era óseo o muscular, pero que en cualquier caso sintió
con dolor.
Al principio, como suele
ocurrir, no le quiso dar mayor importancia. Pero con el paso de los
días comprobó que el dolor iba aumentando; cada vez le
dolía más. Comprendió que era hora de acudir a
un médico que le recetara por lo menos un calmante. Así
fue. Un transparente y frío gel comenzó a formar parte
de sus diarias abluciones. Pero la solución que aportaba este
gel no le satisfacía. Sí, le quitaba tenuamente el
dolor, pero muy despacio; excesivamente despacio.
Recurrió entonces
a la medicina chamánica, aderezada con un poco de urbanismo.
Fue a la farmacia y preguntó por algo que diera calor.
Recordaba cómo en su casa, cuando vivía con sus padres
y se lesionaba jugando al fútbol, su madre le recomendaba
mucho calor, siempre mucho calor.
En la farmacia compró
un producto elegante, a precio de producto elegante. Una bolsa, en
tela escocesa, llena de semillas. El boticario, como si de un
documental de National Geographic se tratara, le explicó que
si metía la bolsa en el microondas, la calentaría y
debería entonces ponérsela en la espalda; ¿calor
a soportar? Depende de su nivel de resistencia al calor, le dijo.
También le explicó que servía para el frío.
Si la metía en el frigorífico, en un rato estaría
congelada. Se adapta a lo que usted necesite.
Como al día
siguiente tenía que ir a trabajar, salió de la farmacia
como un niño con zapatos nuevos. Estaba seguro que eso lo
aliviaría y, se aseguraba, lo sanaría del todo. Llegó
a su casa y sacó la bolsa. Era agradable al texto; impregnaba
su nariz del olor de las semillas. La calentó en su microondas
y con la misma delicadeza con la que un yonqui prepara un chute después
de un mono, la aplicó sobre espalda. Así estuvo toda la
noche. Como una culebra, que él convertía en boa o
anaconda, la enrrollaba en su cintura sintiendo un placer que
trascendía de la mera contención del dolor.
Por la mañana,
tras una deliciosa noche de amor con las semillas, decidió que
se la iba a llevar al trabajo. Como toda noche de amor, estuvo
solícito con ellas. Cuando se enfriaban, las calentaba, en un
dolorido juego de palabras. Allí, en su trabajo, podría
calentar la bolsita de tela y que de nuevo amara a su castigada
espalda.
Se le encendió una
luz. Como tenia que coger el metro, ¿por qué no
calentarla antes de salir y recatadamente llevarla puesta si
conseguía un asiento?. Feliz por su idea así procedió,
calentando la bolsa convenientemente y yendo raudo hacia el metro
para que no se enfriara en demasía.
A la primera alcanzó
un asiento. Ufano, acomodó la bolsa, que conservaba todo el
calor, en su zona lumbar. De nuevo el placer, un placer casi
prohibido, rodeó su cintura. Como quiera que disfrutaba con el
calor, se la ajustaba una y otra vez, buscando los puntos más
doloridos de su cuerpo.
Así llegó
hasta la estación de Avenida de América. Se bajó
del vagón portando la bolsa de tela llena de semillas como si
fuera casi la muñeca de una niña de siete años.
Empezó a ascender en la escalera mecánica y vió
un grupo de policías que pedían la documentación
a un presumible africano bastante obeso. Éste, con
tranquilidad, exhibía su tarjeta de residencia.
Un movimiento reflejo le
hizo ocultar con torpeza la bolsa en el bolsillo de su abrigo. Sabía
que había sido un movimiento reflejo y también que
había sido torpe. Aún más cuando cruzó la
mirada con uno de los policías. Sin verlo, sabía que lo
había visto todo.
Al llegar a la altura del
grupo de policías, mientras dos de ellos seguían con el
africano preguntándole no se sabe qué, el agente que
con sus ojos había empujado a los suyos, se dirigió
hacia él. Llevándose la mano a la frente, en posición
de saludo, le dio los buenos días y le pidió la
documentación. Solícito, extrajo su cartera y le mostró
su documento de identidad. Su cara se mudó con una cierta
estupefacción cuando el policía le preguntó que
había guardado en el bolsillo de su abrigo. Le dijo que una
bolsa de calor. El policía se la pidió. No comprendió
cuando, con ironía, le repitió, ¿de calor?.
Menos todavía cuando le preguntó qué había
dentro. Semillas, balbuceó. Semillas de qué, le
inquiría el policía. Semillas, de las que dan calor.
Sí, de las que dan calor en el cerebro.
El policía, con
una mirada, llamó a otro policía que se veía que
mandaba, pues tenía más insignias. Cuando se acercó,
le dijo que creía que esa bolsa iba llena de semillas de
cáñamo y que la actitud era muy sospechosa. El policía
que parecía que mandaba dió un par de pasos poniéndose
a su lado y le dijo que quedaba detenido; que iba a ser trasladado a
la comisaría para identificar qué iba en la bolsa.
Sintió como la
contractura se ubicaba en su hombro derecho cuando tomó
asiento en el asiento trasero del coche policial.
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