lunes, 23 de abril de 2012

La bolsa de calor


Se había fastidiado la espalda la semana anterior. Moviendo un mueble mientras instalaba un ordenador. Al atraer con fuerza la mesa hacía sí mismo, notó el pinchazo. Un pinchazo que no sabía si era óseo o muscular, pero que en cualquier caso sintió con dolor.

Al principio, como suele ocurrir, no le quiso dar mayor importancia. Pero con el paso de los días comprobó que el dolor iba aumentando; cada vez le dolía más. Comprendió que era hora de acudir a un médico que le recetara por lo menos un calmante. Así fue. Un transparente y frío gel comenzó a formar parte de sus diarias abluciones. Pero la solución que aportaba este gel no le satisfacía. Sí, le quitaba tenuamente el dolor, pero muy despacio; excesivamente despacio.

Recurrió entonces a la medicina chamánica, aderezada con un poco de urbanismo. Fue a la farmacia y preguntó por algo que diera calor. Recordaba cómo en su casa, cuando vivía con sus padres y se lesionaba jugando al fútbol, su madre le recomendaba mucho calor, siempre mucho calor.

En la farmacia compró un producto elegante, a precio de producto elegante. Una bolsa, en tela escocesa, llena de semillas. El boticario, como si de un documental de National Geographic se tratara, le explicó que si metía la bolsa en el microondas, la calentaría y debería entonces ponérsela en la espalda; ¿calor a soportar? Depende de su nivel de resistencia al calor, le dijo. También le explicó que servía para el frío. Si la metía en el frigorífico, en un rato estaría congelada. Se adapta a lo que usted necesite.

Como al día siguiente tenía que ir a trabajar, salió de la farmacia como un niño con zapatos nuevos. Estaba seguro que eso lo aliviaría y, se aseguraba, lo sanaría del todo. Llegó a su casa y sacó la bolsa. Era agradable al texto; impregnaba su nariz del olor de las semillas. La calentó en su microondas y con la misma delicadeza con la que un yonqui prepara un chute después de un mono, la aplicó sobre espalda. Así estuvo toda la noche. Como una culebra, que él convertía en boa o anaconda, la enrrollaba en su cintura sintiendo un placer que trascendía de la mera contención del dolor.

Por la mañana, tras una deliciosa noche de amor con las semillas, decidió que se la iba a llevar al trabajo. Como toda noche de amor, estuvo solícito con ellas. Cuando se enfriaban, las calentaba, en un dolorido juego de palabras. Allí, en su trabajo, podría calentar la bolsita de tela y que de nuevo amara a su castigada espalda.

Se le encendió una luz. Como tenia que coger el metro, ¿por qué no calentarla antes de salir y recatadamente llevarla puesta si conseguía un asiento?. Feliz por su idea así procedió, calentando la bolsa convenientemente y yendo raudo hacia el metro para que no se enfriara en demasía.

A la primera alcanzó un asiento. Ufano, acomodó la bolsa, que conservaba todo el calor, en su zona lumbar. De nuevo el placer, un placer casi prohibido, rodeó su cintura. Como quiera que disfrutaba con el calor, se la ajustaba una y otra vez, buscando los puntos más doloridos de su cuerpo.

Así llegó hasta la estación de Avenida de América. Se bajó del vagón portando la bolsa de tela llena de semillas como si fuera casi la muñeca de una niña de siete años. Empezó a ascender en la escalera mecánica y vió un grupo de policías que pedían la documentación a un presumible africano bastante obeso. Éste, con tranquilidad, exhibía su tarjeta de residencia.

Un movimiento reflejo le hizo ocultar con torpeza la bolsa en el bolsillo de su abrigo. Sabía que había sido un movimiento reflejo y también que había sido torpe. Aún más cuando cruzó la mirada con uno de los policías. Sin verlo, sabía que lo había visto todo.

Al llegar a la altura del grupo de policías, mientras dos de ellos seguían con el africano preguntándole no se sabe qué, el agente que con sus ojos había empujado a los suyos, se dirigió hacia él. Llevándose la mano a la frente, en posición de saludo, le dio los buenos días y le pidió la documentación. Solícito, extrajo su cartera y le mostró su documento de identidad. Su cara se mudó con una cierta estupefacción cuando el policía le preguntó que había guardado en el bolsillo de su abrigo. Le dijo que una bolsa de calor. El policía se la pidió. No comprendió cuando, con ironía, le repitió, ¿de calor?. Menos todavía cuando le preguntó qué había dentro. Semillas, balbuceó. Semillas de qué, le inquiría el policía. Semillas, de las que dan calor. Sí, de las que dan calor en el cerebro.

El policía, con una mirada, llamó a otro policía que se veía que mandaba, pues tenía más insignias. Cuando se acercó, le dijo que creía que esa bolsa iba llena de semillas de cáñamo y que la actitud era muy sospechosa. El policía que parecía que mandaba dió un par de pasos poniéndose a su lado y le dijo que quedaba detenido; que iba a ser trasladado a la comisaría para identificar qué iba en la bolsa.

Sintió como la contractura se ubicaba en su hombro derecho cuando tomó asiento en el asiento trasero del coche policial.

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