Redujo a segunda y paró en el semáforo
en rojo. Allí estaba. Iba a cruzar por el paso de peatones.
Llevaba años siendo
engañado. Petra lo engañaba con otro. Estaba seguro. Ella se
empeñaba en que siguiera yendo al psiquiatra. ¿Para qué? El estaba
a gusto con sus relojes; arreglándolos, poniéndoles ese tornillo
que faltaba; su tictac le daba cuerda a él en la soledad de su
escritorio. Es bonito arreglar relojes.
El peatón del semáforo
se pone en verde. El peatón de verdad cruza. Un pitido rítmico surge del semáforo.
Me pone los cuernos. Sé
que me los pone con él. Me lo dice mi ombligo. Mi ombligo no falla.
Siempre me avisa; siempre me dice la verdad. Me imagino que está
con él cuando yo cuido y mimo a mis relojes. Esta se cree que me
puede engañar. Yo sé que se acuestan juntos.
Está en la mitad del
paso de cebra. Tiene que ser ahora. Así descansará. Todos descansarán.
Tiene claro que el
colegio es el sitio en el que se ven. No sabe por qué. Ella es
maestra, pero él no; él trabaja como albañil. Algo en su interior, su ombligo, es el que se
lo dice. Piensa que los colegios son sitios de putas. Lo piensa no:
lo sabe. No deja de preguntarse por qué tarda tanto todos los días.
Mete primera y acelera.
Siente el impacto del coche contra el cuerpo. Escucha el golpe del
cuerpo contra la pared.
Se creía este cabrón
que me ponía los cuernos sin yo enterarme. Mi ombligo me avisó, so
gilipollas. Al final eres tan tonto como los demás. Te puede un
coño, gilipollas. Mis relojes no fallan, idiota. Son mejores que tú.
Puso el coche en punto
muerto, que empezó a deslizarse suavemente por la pendiente, hasta llegar a la pared, cerca del cadáver, y se
echó a llorar mientras llegaban los primeros policías.
No hay comentarios:
Publicar un comentario