La pesada puerta se abrió renqueante, crujiendo, como consecuencia de su vejez y del fuerte viento que hacía. El frío limitaba y al mismo tiempo incrementaba el esfuerzo para poder abrirla. La sensación de calor recibida al entrar en el local la vivimos con alivio ambos. Sonriendo, nos despojamos de los abrigos y fuimos a ocupar una mesa. En el trayecto observé que en el bar había otras dos parejas.
Una de estas parejas ocupaba un lugar al fondo del establecimiento, en una mesa con la encimera de mármol blanco que recordaba a un trozo de lápida. En realidad, así eran todas las mesas del local. Esa pareja, que rondaría sobre los sesenta años, parecía un compendio de cierto tradicional Madrid que se observa con amplitud. La mujer tenía el pelo corto, cara de abstraída e iba vestida con una ropa que, en el mejor de los casos, podíamos datar en torno a los años 60. El hombre, por su parte, llevaba el pelo cano grasientamente engominado, portaba un ajado abrigo loden de color verde y portaba muchos adornos que, claramente, eran de oro. Bebían, sin dirigirse la palabra, lenta e indolentemente, una cerveza cada uno, con su platito de aceitunas y de patatas fritas.
La otra pareja que estaba en el bar ocupaba el extremo de la barra. Tendrían cuarenta y ocho o cuarenta y nueve años. Él era un hombre grande, fornido, con el cabello leonado, barba de más de tres días. Ella era rubia, embutida en unas mallas negras y una camiseta marrón, lo que hacía que realzara su cuerpo. Tomaban sendas copas de vino blanco, acompañadas también con su pertinente plato de aceitunas y de patatas.
Tomamos asiento y comenzamos a hablar de proyectos empresariales, situándome en el vértice del triángulo que habíamos conformado con nuestra ubicación respecto de ambas parejas. De este modo, podía tener la visión de ambas si me hubiera dedicado a mirarlas.
La conversación transcurría plácidamente en torno a dos cafés bien calientes cuando en una de mis habituales miradas de control sobre el local observé con el rabillo del ojo que la pareja de la barra se había recostado sobre ésta, pareciendo que estaban dormidos. Aviso a mi acompañante de la escena, en el momento en que la camarera se acercaba a la pareja diciéndoles con una suave voz latina que se despertaran, que ahí no se podía dormir; se lo repitió en varias ocasiones. La pareja no se inmutaba y seguía con su profundo sueño. La camarera decide ser más agresiva y levemente, da con su mano sobre el brazo del hombre. Nada. La inmovilidad era plena. Presiona más fuerte con el mismo negativo resultado. Decide realizar la misma acción sobre la mujer. También sin resultados.
Durante esos instantes he de reconocer que me asusté. Por mi cabeza, como un fogonazo, pasó el pensamiento de que pudieran estar muertos. Por su mirada, comprendí que el mismo fogonazo había alcanzado la cabeza de la camarera. La angustia desapareció pronto; como dos dinosaurios recién despiertos comenzaron a desperezarse, lo que supuso una disminución de la tensión que con evidencia soportaba la empleada.
Parecía que todo volvía a la normalidad. De nuevo el café reconfortante, la conversación pausada, la mente alborotada por lo que había visto. Transcurrieron así unos dos minutos. Hasta que volví a accionar el rabillo del ojo.
En ese momento no fui ni siquiera capaz de avisar a mi acompañante. Simplemente me centré en la escena. La mujer se había levantado la camiseta y bailaba mostrándole los pechos al hombre. Sensualmente. Rítmicamente. Unos pechos grandes, turgentes, blancos, con unos pezones pequeños indudablemente excitados no sólo por el frío. La camarera no observaba o no quería observar. La otra pareja permanecía ajena consumiendo sus cervezas con la mirada perdida frente a la ventana. Mi acompañante seguía hablándome de proyectos de futuro.
Con decisión, me levanté diciendo voy a pagar. Crucé el local en dos zancadas y pedí la cuenta. La aboné diciéndole a la camarera: Quédate con el cambio; mucha suerte. Con una mano, así a mi acompañante y sin que la puerta fuera ahora obstáculo, el frío volvió a abrazarnos.
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