lunes, 27 de febrero de 2012
Día de Andalucía
domingo, 26 de febrero de 2012
El fusilado
sábado, 25 de febrero de 2012
Poema a boca cerrada
viernes, 24 de febrero de 2012
Algo bien hecho
miércoles, 22 de febrero de 2012
A trabajar, en Laponia

Llegó el cambio
jueves, 16 de febrero de 2012
Con más razón que un santo
martes, 14 de febrero de 2012
Frases
domingo, 12 de febrero de 2012
Quitarte la vida
Hace unos días, en un documental de la televisión, escuche un dato que me pareció demoledor: casi tres mil personas se suicidan al año en España; alrededor de nueve personas al día. El dato lo facilitaba el Instituto Nacional de Estadística. Mucha gente pierde la vida por decisión propia. Sus razones han de tener.
Hoy María (llamémosla así), con veintinueve años, médica, amiga de mi hijo, una chica que parecia tan alegre y chispeante, a la que de cuando en vez veía, ha decidido que esta vida no tenía nada más que ofrecerle. Ha cortado una sábana y ha anudado los extremos de la pieza resultante en dos sitios. Uno, en la lámpara de un cuarto de su casa; el otro, en su cuello. Se ha ahorcado.
No debería ser posible enterrar a gente más joven que tú.
La maleta
La grave voz del empleado de la empresa de seguridad que viaja en el tren me sacó de mi ensimismamiento. Unos minutos antes había tenido que hacer un movimiento a tres bandas para poder recuperar mi asiento. Es frecuente en el tren. Alguien ocupa el asiento sin darse cuenta de que se ha confundido de vagón. Se sienta en el 7B, por ejemplo, del coche 4, cuando el suyo es el coche 5. Si a su vez, otro ha ocupado el 7A, que es el que realmente te corresponde, logras un pequeño tsunami a tu alrededor. Ahora había podido lograr mi equilibrio zen ferrocarrilero. Pero no. La voz grave del empleado de la empresa de seguridad que viaja en el tren me sacó de mi ensimismamiento.
"¡¿Es de alguien la maleta azul que está en ese pasillo?!", preguntó, como si diera una orden, lo que no deja de ser una antítesis. Los usuarios y usuarias del vagón empezamos a mirarnos con cierta cara de sorpresa. Como en el colegio, todo el mundo mira hacia la parte superior - donde suele llevarse el equipaje - y con la cabeza niegan que la maleta azul sea de nadie.
Me despisto observando a la gente que me acompaña. Voy en uno de esos horribles asientos para cuatro personas. Ninguna tenía nada que ver con la otra. Intento analizar, y no lo consigo, a cada uno de los otros tres. No sé si ellos hicieron lo mismo conmigo. Eran dos mujeres y otro hombre. Una de ellas iba sentada a mi izquierda.
Al rato, vuelve a escucharse la voz grave. “Perdone que les insista, pero, ¿es de alguien esa maleta azul?” El empleado de seguridad se ha parado a mi lado vociferando e impone su chaleco reflectante como argumento de autoridad.
La gente se remueve nerviosa. “Una maleta...”, “Abandonada..” Pero más nervios aparecen cuando un joven vestido con unos vaqueros y un jersey de cuello alto muestra una cartera con una placa de policía y dice, “no se preocupen. No se pongan nerviosos. Soy policía.”
Realmente, la gente se alteró. Sí, realmente. La mujer que viajaba a mi lado me dice, “que la abran, así puede saber de quién es”. Tuve un momento de maldad, lo reconozco, y le dije a la mujer: Pues como haya una bomba y abran la maleta, reventamos todos. La mujer salió corriendo hasta el extremo del tren diciendo, que no la abran por dios, que no la abran.
Así, entre chascarrillos y caras enervadas, llegamos a la siguiente estación. El tren paró y subieron al vagón varios policías. Éstos pidieron que cada uno señalara su maleta; la maleta con la que viajaba. Todo el mundo señaló la suya; todo el mundo tenía una. Después, subieron otros agentes de paisano y pasaron una máquina por la maleta. Todo el vagón miraba expectante. Parece que nada llamó su atención.
Bajaron la maleta y el tren continuó su marcha. Nadie la reclamó.
sábado, 11 de febrero de 2012
Pongamos que hablo de Madrid
La pesada puerta se abrió renqueante, crujiendo, como consecuencia de su vejez y del fuerte viento que hacía. El frío limitaba y al mismo tiempo incrementaba el esfuerzo para poder abrirla. La sensación de calor recibida al entrar en el local la vivimos con alivio ambos. Sonriendo, nos despojamos de los abrigos y fuimos a ocupar una mesa. En el trayecto observé que en el bar había otras dos parejas.
Una de estas parejas ocupaba un lugar al fondo del establecimiento, en una mesa con la encimera de mármol blanco que recordaba a un trozo de lápida. En realidad, así eran todas las mesas del local. Esa pareja, que rondaría sobre los sesenta años, parecía un compendio de cierto tradicional Madrid que se observa con amplitud. La mujer tenía el pelo corto, cara de abstraída e iba vestida con una ropa que, en el mejor de los casos, podíamos datar en torno a los años 60. El hombre, por su parte, llevaba el pelo cano grasientamente engominado, portaba un ajado abrigo loden de color verde y portaba muchos adornos que, claramente, eran de oro. Bebían, sin dirigirse la palabra, lenta e indolentemente, una cerveza cada uno, con su platito de aceitunas y de patatas fritas.
La otra pareja que estaba en el bar ocupaba el extremo de la barra. Tendrían cuarenta y ocho o cuarenta y nueve años. Él era un hombre grande, fornido, con el cabello leonado, barba de más de tres días. Ella era rubia, embutida en unas mallas negras y una camiseta marrón, lo que hacía que realzara su cuerpo. Tomaban sendas copas de vino blanco, acompañadas también con su pertinente plato de aceitunas y de patatas.
Tomamos asiento y comenzamos a hablar de proyectos empresariales, situándome en el vértice del triángulo que habíamos conformado con nuestra ubicación respecto de ambas parejas. De este modo, podía tener la visión de ambas si me hubiera dedicado a mirarlas.
La conversación transcurría plácidamente en torno a dos cafés bien calientes cuando en una de mis habituales miradas de control sobre el local observé con el rabillo del ojo que la pareja de la barra se había recostado sobre ésta, pareciendo que estaban dormidos. Aviso a mi acompañante de la escena, en el momento en que la camarera se acercaba a la pareja diciéndoles con una suave voz latina que se despertaran, que ahí no se podía dormir; se lo repitió en varias ocasiones. La pareja no se inmutaba y seguía con su profundo sueño. La camarera decide ser más agresiva y levemente, da con su mano sobre el brazo del hombre. Nada. La inmovilidad era plena. Presiona más fuerte con el mismo negativo resultado. Decide realizar la misma acción sobre la mujer. También sin resultados.
Durante esos instantes he de reconocer que me asusté. Por mi cabeza, como un fogonazo, pasó el pensamiento de que pudieran estar muertos. Por su mirada, comprendí que el mismo fogonazo había alcanzado la cabeza de la camarera. La angustia desapareció pronto; como dos dinosaurios recién despiertos comenzaron a desperezarse, lo que supuso una disminución de la tensión que con evidencia soportaba la empleada.
Parecía que todo volvía a la normalidad. De nuevo el café reconfortante, la conversación pausada, la mente alborotada por lo que había visto. Transcurrieron así unos dos minutos. Hasta que volví a accionar el rabillo del ojo.
En ese momento no fui ni siquiera capaz de avisar a mi acompañante. Simplemente me centré en la escena. La mujer se había levantado la camiseta y bailaba mostrándole los pechos al hombre. Sensualmente. Rítmicamente. Unos pechos grandes, turgentes, blancos, con unos pezones pequeños indudablemente excitados no sólo por el frío. La camarera no observaba o no quería observar. La otra pareja permanecía ajena consumiendo sus cervezas con la mirada perdida frente a la ventana. Mi acompañante seguía hablándome de proyectos de futuro.
Con decisión, me levanté diciendo voy a pagar. Crucé el local en dos zancadas y pedí la cuenta. La aboné diciéndole a la camarera: Quédate con el cambio; mucha suerte. Con una mano, así a mi acompañante y sin que la puerta fuera ahora obstáculo, el frío volvió a abrazarnos.