Me fascinaba, porque nunca lo había conocido antes, cómo gritaba cuando alcanzaba un orgasmo.No gemía, no. Gritaba. Literalmente.
El momento de llegar a ese climax me excitaba tanto como ser abrazado por esos gritos.
Había alquilado una habitación en una pequeña pensión en un pueblo céntrico. Se trataba de disfrutarnos en todos los sentidos. Que la ciudad no interfiriera.
La habitación, parecida a la de una abuela de una casa de muñecas, tenía los techos muy altos y una puerta sin llave, sólo con un pestillo de metal, antiguo.
Empezó a gritar, alcanzando un orgasmo que no me atrevo a calificar porque, obviamente, no conocí todos los orgasmos que había tenido en su vida.
Un chico de unos seis años abrió la puerta de par en par; el pestillo no estaba echado. Ante él se abrió una puerta que años más tarde formaría parte de sus fantasías.
Al instante, su madre cerró la puerta, tras lanzar uno de los grandes mensajes que la humanidad porta en su código genético: Niño, ¿qué haces?.
Los gritos no se detuvieron tras el portazo mientras mis ojos grababan la imagen de un niño y una mujer que cerraba la puerta.
De lo mejor que te he leído... Hay anécdotas que nunca se olvidan.
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