viernes, 15 de octubre de 2010

El día que tuve escoltas

Hace unos meses fuí a Marruecos con un alto cargo. Un alto cargo es una denominación que nos sirve para identificar a alguien en una Administración Pública o en una empresa potente, económicamente hablando; siempre hablando en términos de poder, claro.

Fuimos a la capital, a Rabat. Yo había estado en varias ocasiones anteriormente. Había paseado por su medina, deseando esos Rolex tan baratos (ay, esas falsificaciones), esas babuchas tan cómodas, esas especias aromáticas, eludiendo a esos niños que se rozan en tus pantalones para llevarse tu cartera; tantas cosas.

Pero esta vez la hice rodeado de escoltas; policías vestidos de civil, para entendernos. Policías que hacían un anillo que te alejaba de todo aquello que conocías y que, meses antes, habías palpado. No era lo mismo. Era algo muy diferente. Tú y la burbuja. Tú y la mentira. Tú y la reconstrucción de la falsa realidad.

El chico cruzó en bici entre los escoltas y nosotros. Me atropelló levísimamente. Me miró a los ojos, pidiendo disculpas. Por eso no se protegió del golpe que le cruzó la cara. Tampoco del segundo, que impactó en su otra mejilla.

Mientras le decía al escolta que lo dejara, el chico pedaleó con fuerza, perdiéndose entre la multitud.

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