lunes, 16 de mayo de 2011

Viaje en tren

Una semana después de haber sido maltratado en el tren que me trasladaba desde el centro del orbe planetario a las amorismadas tierras andaluzas, decidí volver a repetir la experiencia. En realidad, no era decisión, sino obligación: tenia que volver a trabajar.

Repetí el viajar en el mismo tren. Una especie de segunda oportunidad, después de haber llegado tarde a su destino cuarentaicinco minutos tanto a la ida como a la vuelta, después de haberme peleado con un aspirante a madero que pretendía ocupar un asiento que no le correspondía, después de haber deseado ser una versión moderna de Herodes en un ferrocarril, después de haber hecho causa con el resto del pasaje.

En fin, que como decía, repetí. Craso error, voto a bríos. Llego a la estación con la tranquilidad que da pensar que los males no se repiten a corto plazo (realmente, no se de dónde sale esta afirmación). Supongo de que dos aviones en la misma línea no se estrellan en una semana (infeliz ejemplo, pero no encuentro otro que se aproxime). Lo cierto es que cuando se forma la cola para acceder al tren oigo una femenina voz metálica procedente de un altavoz o megáfono; pensaba que seria un anuncio de la estación.

De nuevo un error craso. Una joven post adolescente comienza a imprecar diciendo textualmente: "Hola, es la despedida de soltera de X... Rogad no viajad en nuestro vagón, que es el 15, porque no vais a poder echaros la siestecita.... jajajajajaja" (A la risa, añádesele una tinte maléfico para ubicar adecuadamente el tono). Tiemblo mientras busco mi billete para cerciorarme de cuál era mi vagón. Descanso. El mío era el 10. Uf. Digo lo de uf porque al reparar observé a un grupo de no menos quince mozalbetes (creo que es una palabra eminentemente masculina) que portaban unas camisetas negras con el slogan: ¡X se casa!. Teniendo en cuenta las dimensiones del vagón, quince eran casi la mitad de los pasajeros del carruaje.

Superado por la mano de dios (y no viajaba Maradona en el tren) este primer obstáculo, decido ubicarme tranquilamente en mi asiento. De nuevo surge otro inconveniente: viajaba en esos asientos de cuatro plazas en las que dos personas están enfrente de otras dos. Nunca he comprendido para qué sirven esos asientos y por qué rompen el conjunto del pasaje. Llevo un año viajando casi todas las semanas y jamás he visto que esos asientos cuádruples vayan ocupados por cuatro personas que se conocen. Debe ser que se sitúan para potenciar la amistad entre pasajeros.

Me siento. A mi lado se sienta un señor bastante mayor, con un evidente aspecto de hombre de campo. Hombre de campo que extrae de una especie de faltriquera un iphone de última generación. Frente a nosotros se sienta una pareja - sensu strictu - que después de algunos arrumacos cogen dos bolsitos de mano cada uno. Tendrían cuarenta y pico de años. Hasta ahí nada que objetar. Esperaba el momento en que sacaran sus pertinentes artefactos telefónicos para compararlos con el mío.

El tren sale con veinte minutos de retraso. El motivo, todavía espero conocerlo.

La pareja finalmente decide sacar los aparejos de viaje que, ocultos, portaban en los bolsitos a los que me refería. Dos maquinitas nintendo. Tengo la imagen grabada de ambos enseñándose los dedos cada cierto tiempo, a ver quién lo tenía más colorado de jugar con la máquina. Con un par.... de dedos, claros.

La azafata o tripulante, ya no recuerdo cuál la mención correcta, pone el dvd con el que iba a amenizar el viaje. No suena. Se congela. La película era la misma que había visto durante el viaje de la pasada semana. Decido adoptar una solución crítica: me voy a dormir una siesta. No podía dejar pasar la oportunidad de que las despedidoras de soltera no viajaran en el mismo vagón que yo.

Me coloco mis gafas de sol para dar menos el cante de mi sueño... y duermo, y duermo, y duermo.... Duermo hasta que me despierto de un brinco: el revisor o interventor, un señor mayor y grueso que debería estar acostumbrado a viajar entre los vaivenes del tren, tiene a bien caerse encima de mi y despertarme con toda su humanidad. Tal cual. Se cayó encima de mí, originándome un susto de tomo y lomo. Mis gafas perdieron su ubicación, sus brazos sobre mi pecho florido, mi corazón palpitando.

Decido que esto no puede seguir así y me propongo a mí mismo un plan de choque. Me voy a la cafetería a libar algo de alcohol. Cruzo los seis vagones que tenía por delante hasta llegar al vagón abrevadero. Veo ya derrotadas a las chicas de la despedida (para ese viaje no hacían falta estas alforjas). Veo a mucha gente con sus portátiles viendo series de televisión y películas. Veo a mucha gente durmiendo, pienso que a ellos no se les cae el revisor encima. Llego a la cafetería.

Llego a la cafetería y cunde de nuevo mi desánimo existencial. No uno, ni dos.... tres nuevos grupos se habían constituido en despedida de solteros. Sí, despedida masculina. Algún día escribiré sobre esto, pero quiero llamar la atención por esa extendida costumbre de que en las despedidas de soltero, quien hace las veces de varón casamentero, ha de ir necesariamente vestido de mujer. Así, me encuentro con un chico vestido de chulapa, a un chico vestido con minifalda, a un tercer chico vestido de flamenca. Con dos pares, y nunca mejor dicho.

La única aportación de aquél personaje conocido como Ramoncín a la cultura de este país que yo recuerde era una canción que decía: Litros de alcohol corren por mis venas, mujer (al menos, que yo conozca). Bien, en este caso no se trataba de litros, sino, cuando menos de hectolitros de alcohol los que corrían por las venas de estos mozos. Tuve un mal pensamiento, lo reconozco. Pensé, esta noche en mi pueblo os van a partir la cara de vil manera, muchachos.

Me pido una cerveza. Caliente. Puag. Se las habían terminado los festejantes, con claro desprecio a los demás pasajeros. Cierto es que también el servicio del tren podía avisar, pero bueno, la pela es la pela.

Vuelvo a mi asiento. La pareja seguía compitiendo no en el juego, sino en determinar quién tenía el dedo más rojo, más amoratado diría yo. Intentan poner una nueva película. Tampoco funciona. Ni audio ni video.

Extraigo un libro de mi hatillo y decido leer y culturizarme un poquito, que bien falta que me hace. Compruebo que en 1918 se escribían chorradas similares (con mejor gramática y literatura que la que yo empleo) a éstas. Me sumerjo en la lectura. Mi vecino el campero del iphone ronca como una mala bestia enferma de los pulmones.

Por fin llego a mi destino con veinte minutos de retraso. Comprendí que nos queda mucho por avanzar (no sé hacia dónde, no sé hacia qué) cuando al bajarnos escucho a una adolescente dirigirse a su madre, que la esperaba emocionada en el andén: ¡Mamá, me encanta este tren!

Escrito desde la Kontiki, con amor

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